

En el Caribe, me atrevería a postular, lo carnavalesco no puede remitir al Medioevo, no es un trasplante de las prácticas europeas aunque podamos encontrar formas tangenciales. El Caribe —como espacio de llegada de distintas culturas— apela a la picaresca, al siglo XVII y al XVIII, al relajo de las costumbres, al barroco, al claroscuro, a la deformaciones del Greco, a las farsas. De ahí que lo caribeño imponga un sentido heteróclito, cambiante, un cierto dialoguismo que no puede ser apropiado como lo medieval, sino como una instancia sui generis de las culturas en movimiento.
Aun si postuláramos que es el país más auténticamente africano, no nos salvaríamos de encontrar su fragmentación y su origen sincrético por la presencia en él de una africanía que no podemos postular como unívoca, sino como la realización de una unidad dentro de la diversidad. El solo hecho del trasplante poblacional nos plantea una cultura de llegada distinta, producida en la diáspora y en contacto con otras realidades simbólicas y otras prácticas sociales que se manifiestan en el predominio de la diversidad cultural africana y en el sustrato europeo, mínimo, pero innegable.
De ahí que postulemos que lo carnavalesco deja muchas veces de ser un sentido cíclico para permanecer como en una cultura de la miseria, de la picaresca, de lo venido a menos. Pero también como una forma de resistencia a las élites, pues es el carnaval donde todas las voces unidas en la plaza logran una libertad que el poder debe, momentáneamente, tolerar. Esto así porque en el carnaval existe un juego, una farsa donde el sentido se da como ludus y como crítica al logos: a la verdad-totalidad que el poder intenta imponer para dar existencia de su propia razón de dominio.
II

La celada que urde el jefe político y un marino canadiense, cuyo barco lo espera para la huida en , parece una reescritura del Fausto de Goethe o del cuento “Markheim” de Robert Louis Stevenson. En el momento del robo y asesinato planificado, entra la conciencia a funcionar como un diablillo que cambia el destino de Henri Postel. La consecuencia de esta determinación es el núcleo central de los pormenores de la historia que narra con sencillez, naturalidad y verosimilitud René Depestre.
La obra que inicia con el acontecimiento fundante y el ritmo, que la acción peligrosa desenlaza, pasa a ser una obra de denuncia política. Situación difícil para un escritor que debe hacer a la misma vez arte y propaganda. Pero la capacidad narrativa, la construcción esmerada, la verosimilitud, les dan a la obra un carácter de texto que desborda lo político en la medida que entra en los aspectos más profundos de la cultura haitiana y caribeña.
Cabe decir que los políticos y de denuncia de la situación haitiana bajo una dictadura reconocida, sirven para representar las distintas prácticas del autoritarismo, la forma en que una dictadura organiza el aparato del Estado, la concepción de ese aparato como una corporación (ONEDA), los discursos del poder como un decir que electrifican a una ciudadanía que actúa como los muertos-vivos, lo que el mismo Depestre ha llamado, con un realismo inconfundible, la zombificación de la sociedad.

René Depestre como pensador sabía muy bien que un proceso de arqueología cultural podía, como ocurrió en Haití, caer en las manos del autoritarismo, que es el sentido más cotidiano de la política y a través del cual se articulan las prácticas sociales y culturales en el Caribe. Pues es la política lo que le da forma y sentido a la cotidianidad colectiva. La negritud, los estudios antropológicos que realizaron los de la Revista indígena y su más brillante: la evaluación cultural que realizó Jean-Price Mars en Ansi parla l’Oncle, Así habló el Tío (1928).
La dictadura instalada luego, retomó los elementos que fundan a Haití para dominarlo. Y en esto se centra una buena parte de la simbolización y los elementos discursivos de la obra de Depestre.
Entre los elementos que se apropia la dictadura para someter al pueblo haitiano es el sentido carnavalesco, pues es allí donde esa multitud se puede expresar con una cierta unidad. Y esto es importante, los intelectuales que analizaron la forja del Estado en el Caribe en las primeras décadas del siglo XX, (Matienzo Cintrón, García Godoy, Américo Lugo, etc.) concibieron a nuestros pueblos como multitudes: masas ignaras, grupos que sólo podían participar violentamente en la cosa pública… eran parte de una nación ausente, de una comunidad de espíritu y de criterios que permitiera un deseo común de trascendencia social. Para otros, como Juan Bosch, era la sociedad en la que luchaban las clases medias (inexistentes para Lugo) en una actividad política caracterizada por el autoritarismo (José Ramón López) y el personalismo.
De ahí que sin la existencia de una nación que articulara un modelo racional político a semejanza de los occidentales, el Caribe naufraga en los intentos de construir un destino ordenado al estilo europeo. Este aspecto parece simbolizado en el destino que le asigna a Henri Postel la dictadura: en un procedimiento mágico, es relegado a una actividad inferior en una tienda de mala muerte en el barrio de Tête de bœuf, con el nombre del Arca de Noé. La metáfora diluviana que aparece al poner en un paralelismo el arca con el país, nos lleva a pensar la vida liberal como una odisea. En varias partes del libro se repite este sentido.
El pueblo expectante. El pueblo en la plaza tiene una personalidad que no se puede lograr en el discurso. A menos que se recurra a la religiosidad y a algunos de sus pilares, como ocurre más adelante. Sólo en la expectación, la algarabía, la demostración carnavalesca de lo soez, tiene el pueblo perfil propio y momentáneo.
La plaza como centro de lo público que nos lleva a la Edad Media origen del sentido carnavalesco: de la presencia abigarrada de creencias, de la representación de lo popular y lo culto, del intento de dominación de la cultura letrada sobre la cultura popular. En el caso haitiano, la plaza viene a tomar un sentido inaudito en los tiempos de la esclavitud y las grandes demostraciones de tortura y padecimiento de los negros cimarrones.
En El reino de este mundo, Carpentier describe la plaza en el momento de la ejecución de Makandal y su acto maravilloso. Pero la plaza también llega a nuestra memoria en la representación de la ejecución de los líderes mulatos Vicent Ogé y Chavannes, donde el poder blanco desplegó toda su crueldad en un acto ejemplarizador o bien en El siglo de las luces cuando Víctor Hugues instala en la plaza de Pointe-A-Pitre la guillotina. Las masas podían aprobar o rechazar las acciones. Pero estaban ahí como público, entre algarabía, ruidos, construyendo una unidad en la diversidad en un momento en que el poder se expresaba de forma inequívoca.

El palo, sacado de la tradición popular, es un juego en el que los competidores por un premio deben llevar a la cima para triunfar, pero que tiene muchas dificultades y se convierte simbólicamente en la lucha de Sísifo por alcanzar la cima y el deseo de cambio y sus peripecias que caracterizaban el Haití que analizaba René Depestre.
Cuando Henri Postel renuncia al exilio y decide subir al palo, su decisión desata grandes temores en las afueras de la satrapía, el líder opositor quiere hacer algo que lo ligue al pueblo, entonces, el escenario popular dominado por el dictador está en peligro de caer en manos de la oposición, por lo que se da una lucha simbólica. El éxito de Postel sería visto como un triunfo de la oposición masacrada y un descrédito de la dictadura y su dominio de todas las manifestaciones populares.
Así que el emplazamiento del palo en la plaza es una continuidad de la cultura, es una actividad repetitiva del mundo carnavalesco, es un episodio que une a los de arriba y a los de abajo: unos como expectantes y proclamadores de discursos, desde el atrio, desde el lugar alto, y otros abajo en su chifladura, en sus distintas voces, construyendo el mundo del público. En el escenario alguien de abajo que busca ser aclamado por las multitudes. Pero la presencia del exsenador Postel cambia el significado de la contienda.
El discurso del dictador es una buena muestra de la retórica caribeña que ha servido como forma de elaboración discursiva en el Caribe. El dictador es un hombre culto, sabio y lee desde su particular visión el símbolo del palo como la representación del falo, el dominio masculino que es parte fundante de las dictaduras caribeñas. De ahí que se abra a la representación un horizonte de signos que permite despejar la relación entre la política y la sexualidad.
Este aspecto reiterado en la obra pasa desde el dominio político, el enraizamiento cultural, la parodia, el choteo, que sirven al autor para construir la sexualidad como forma de dominación y de reducción de los sujetos a verdades y prácticas negadoras de la libertad de las mujeres. En el discurso de la sexualidad del poder, la mujer ocupa el lugar del signo, el país y de la oposición, el significante. El poder burocrático dominará porque es el que representa la totalidad, la corporación ONEDA, un signo que solo encuentra realización en los actos de poder contra el contexto cultural y el discurso que es semántica indefinida contra su verdad.

Un público caracterizado por el sentido, grotesco, burlón en el único espacio en el que logra cierta libertad e independencia de los aparatos del poder que se encuentran frente, pero que le permiten actuar de tal manera, pues de lo contrario, la representación y su finalidad fracasaría. El pueblo también actúa dentro de una virtualidad que la asigna las formas del espectáculo.
III
Esta novela es muy significativa para analizar las tangencias entre
política, festividad, carnavalismo y dilogía, y poner en contexto el
espacio caribe como construcción mestiza en la que todos los elementos
se ponen en juego dentro de la virtualidad del carnaval. El sentido
carnavalesco caribe, cercano a la edad Media europea, tiene mucho más
que ver con el barroco, con la vida licenciosa, relajada del siglo XVII y
XVIII. Pienso en el caballero de El lazarillo de Tormes para releer a
los burócratas y a los potentados del poder. Mientras el pueblo se burla
de ellos en una escatología que los convierte en lo que verdaderamente
son: nada.René Depestre en El palo encebado narra con sencillez y contundencia el proceso de transformación de una conciencia que termina convertido en un símbolo de su pueblo. Recuperado por las voces de abajo, por el sentido lúdico, desacralizador del pueblo carnavalizado. Una obra que está enmarcada en una tradición marxista, de un marxismo que encuentra su propia vox populi, alejándose de una ideología proletaria inexistente en Haití y colocándose en la diversidad de la cultura mestiza, en particular, de Haití y del Caribe, en general. | maf, caguas, pr trabajosparafornerin@gmail.com
—Depestre René. El palo encebado. La Habana: Editorial Arte y Literatura. 1975; Santo Domingo: Editora , 1977. Traductor: Pedro de Arce. Le Mât de cocagne. Paris: Gallimard, [1979], 1998, colección Folio.
Tweet
elpidiotolentino@hotmail.com; elpidiotolentino@gmail.com
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario